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Como la novela de Pérez Galdós. ¿Y cómo aparece Napoleón por estos pagos, con la que ya tenía liada en Europa? Pues porque por aquí también se le estaba haciendo más que un roto, todo un descosido. No le hizo ninguna gracia la salida de Madrid de su hermano, prácticamente cuando había llegado a tomar posesión de la Corona española, a consecuencia de la batalla de Bailén (mediados de julio de 1808), donde contra todo pronóstico los franceses fueron derrotados. Ni tampoco le gustó demasiado la feroz resistencia aragonesa, muy acorde con la particular idiosincrasia mañica, ofrecida en Zaragoza durante el primer sitio de esta ciudad. Todo esto entre temas quizás de menor relevancia. De pronto, los asuntos peninsulares parecían cobrar una inopinada importancia, por lo que decidió coger el toro por los cuernos y poner orden en ellos. Así, se personó al sur de los Pirineos para tratarlos según lo merecían.
Evidentemente no lo hizo solo, pues dirigía un potente ejército al que acompañaba el momentáneamente defenestrado rey José, su hermano, y sus mejores generales. El Gobierno español trató de contener como buenamente pudo la acometida del nuevo contingente francés, pero fue vapuleado en los frentes en los que presentó batalla. Ni las tropas que el joven Conde de Bellveder pudo reunir en Burgos ni las que esperaban agazapadas en el puerto de Somosierra fueron capaces ni siquiera de retrasar el fulgurante avance de los imperiales. Así que se presentó ante las puertas de Madrid el día 1 de diciembre, ante el asombro de propios y extraños. El Gobierno español se había largado precipitadamente a Aranjuez, en honrosa retirada ante lo inevitable. Napoleón, en buena lógica de vencedor, exigió la rendición de Madrid, cuyas autoridades se encontraron sin comerlo ni beberlo entre dos fuegos: el ejército francés de un lado y el propio pueblo madrileño envalentonado por otro. Un pueblo que exigía a sus munícipes la suicida resistencia a ultranza. Dentro de Madrid había unos 400 militares. El resto de posibles combatientes eran paisanos que exigían armas y municiones y cargaban las tintas contra sus dirigentes, a los que tildaban de tibios y cobardes. Y es que al parecer, de armas y municiones no andaba nada sobrado el concejo madrileño en aquellos momentos. Así que había que jugar las escasas bazas de las que disponían lo mejor posible. Así que las autoridades de Madrid contemporizaron con unos y otros. A hablar con Napoleón enviaron al Marqués de Castelar, Capitán General de Castilla la Nueva, que entretuvo como pudo al Emperador con respuestas y evasivas mientras pudo, pues Napoleón no era un hombre, lo que se dice paciente, y menos en unas circunstancias que le exigían actuar de la forma más contundente posible. Por otro lado, el Duque del Infantado, el Marqués de San Simón y el general Morla trataban de dar un aspecto profesional a la defensa de Madrid, propugnada por el pueblo y dirigieron la apertura de zanjas y la construcción de parapetos en las puertas, intentando calmar y apaciguar la excitación guerrera del soliviantado vecindario repartiendo las escasas armas y municiones de que disponían. Hasta se organizaron en ocasiones pequeñas salidas que finalizaban en escaramuzas de las que volvían escaldados los valerosos a la par que temerarios paisanos, dada la aplastante superioridad militar del enemigo. El irritado pueblo tachó de traidores a las autoridades, quienes, según ellos, negaban el reparto de armamento, produciéndose sórdidos hechos luctuosos como el asesinato y posterior arrastre por las calles del infeliz regidor Marqués de Perales, quien fue acusado de haber ordenado rellenar de arena los cartuchos que se habían repartido al pueblo. Tal era el exacerbado ambiente de excitación guerrera que se vivía en el interior de la capital española.
¿Y Napoleón? ¿De brazos cruzados? No. Al Emperador se le estaban empezando a hinchar las narices con tanto tejemaneje y exigía, cada vez con mayor impaciencia, la rendición de Madrid. Cómodamente alojado en el palacio del Duque del Infantado, sito en el pueblo de Chamartín, vecino del municipio madrileño (hoy es un barrio de la ciudad, como tantos otros pequeños pueblos absorbidos con el tiempo por el crecimiento de la gran ciudad), Napoleón amenazaba ya de forma ostentosa con tratar al pueblo madrileño con el máximo rigor. Muchos recordaron entonces las trágicas jornadas del 2 y 3 de mayo pasados, pero aún así mantuvieron su postura. Sobre todo las clases populares, partidarias de la resistencia a ultranza. Como en Numancia y Sagunto. pero también como en los sitios de Zaragoza y de Gerona. Por fin, el 2 de diciembre, Napoleón ordenó atacar las puertas de los Pozos, de Fuencarral y del Conde-Duque, donde los sitiados aguantaron el tipo como buenamente pudieron. Al día siguiente loas franceses abrieron una brecha definitiva en las tapias del Retiro y ocuparon la ciudad sin más. Ahora sí que no había escapatoria posible, y las autoridades tuvieron que ponerse a disposición del vencedor, quien concedió a la ciudad una rendición honrosa, seguramente en gran parte debida a su hermano José, que no deseaba entrar en una ciudad devastada y que posiblemente confiaba en ganarse al amor de sus súbditos. Pero es posible también que el mismo Napoleónno desease presentarse como vencedor absoluto, que ya lo era, sino anunciarse ante el pueblo como protector y regenerador. Así que ni represalias, ni saqueos, ni incendios ni imposiciones extraordinarias. José quería reconciliación, si es que ello era posible, dadas las circunstancias.
Los días siguientes, y desde Chamartín, Napoleón, prescindiendo por completo de su hermano José, se dedicó a promulgar nueve decretos, de contenido revolucionario, en los que además de proscribir a algunos Grandes de España y consejeros de Castilla, daba la vuelta del revés al tradicional ordenamiento jurídico español y acababa de momento con el Antiguo Régimen. Nada más y nada menos se cargaba de un plumazo el odiado y denostado Tribunal de la Inquisición, los derechos señoriales y las aduanas interiores; redujo a una tercera parte las propiedades eclesiásticas, pasando el resto a ser declaradas bienes estatales; se renovó la venta de las Memorias Pías, prohibió las encomiendas en una sola persona. En fin, cambios fundamentales y verdaderamente revolucionarios que posteriormente las Cortes de Cádiz tardaron en discutir y aprobar más de tres años.
Además de estas disposiciones, Napoleón se descolgó con un “Manifiesto a los españoles”, en los que trata de aparecer como una persona de un carácter altamente liberal y progresista. Esperaba sin duda atraer las simpatías del pueblo español. ¡Qué equivocado estaba el corso! Espetaba a los españoles que su conducta era indebida y equivocada, conducida a una inútil resistencia por el taimado enemigo inglés, les hacía ver la imposibilidad de resistir a su dominio y les exhortaba a abandonar las armas, tras reconocer la generosidad de los esfuerzos españoles para resistir al invasor. Cito textualmente algunas de las declaraciones del Emperador en este importante Manifiesto:
“(…)Españoles: vuestro destino está en mis manos: desechad el veneno que los ingleses han derramado entre vosotros; que vuestro Rey esté seguro de vuestro amor y vuestra confianza, y seréis más poderosos, más fuertes de lo que habéis sido hasta aquí. He destruido cuanto se oponía a vuestra prosperidad y grandeza; he roto las trabas que pesaban sobre el pueblo: una Constitución liberal os asegura una Monarquía dulce y constitucional en vez de una absoluta; depende sólo de vosotros que esta Constitución sea vuestra ley(…)”
Evidentemente estas asombrosas declaraciones del dueño de Europa gustaron más o menos a unos y otros, pero no dejaron a nadie indiferente. Así, igual que llegó, el Emperador se fue. Como el viento. Un día de mediados de diciembre. Pero antes dejó instalado en el Palacio Real a su hermano José, que debió pensar en la que se venía encima con estos madrileños tan hostiles a un rey extranjero, por muy liberal, culto y portador de buenas ideas que fuese. Era francés, por tanto, extranjero. Y era hermano de quien era, que había ordenado la invasión de España y la abdicación de sus reyes legítimos. Eso era imperdonable. Napoleón acompañó a José y su séquito al Palacio de Oriente. Entró por la puerta de Recoletos, y se dirigió a la nueva morada de José por el Prado. la calle de Alcalá, la Puerta del Sol y la calle Mayor. Admiró los salones del egregio edificio e inmediatamente se volvió a Chamartín, desde donde partió a Galicia.
Fue la única visita de Monsieur L’Empereur de les Françaises a la capital de España. Única. Rauda y veloz como el viento.
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