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Este singular verbo, del que no hay ni rastro en el diccionario de la RAE y del que tampoco parece quedar recuerdo en la actualidad, se refiere a un hecho sucedido a comienzos de agosto de 1808 en Madrid, muy poco después de la derrota francesa en Bailén y la salida precipitada del rey José Bonaparte de la capital. Don Luis Viguri (quizás se vayan haciendo una idea de por dónde van los tiros), había sido intendente de la isla de Cuba, pero lo más interesante, es que era amigo de Diego Godoy, hermano de Manuel Godoy, el favorito de los reyes Carlos IV y María Luisa de Parma (de ésta parece que fue algo más que favorito). El caso es que Viguri había sido acusado, con o sin razón, durante una conversación mantenida allá en 1807, con el coronel N. Jaúregui (que según Antonio Alcalá Galiano en sus “Recuerdos de un anciano” era un “dignísimo sujeto”), de haber dicho que el rey Carlos IV quería aliviarse del peso de la Corona española, y que no quería dejársela a su hijo Fernando. Viguri, según los rumores que circulaban por Madrid, habría añadido que el Príncipe de la Paz debería haber sido nombrado Regente. ¡Lo que faltaba! Este comentario, o rumor, o lo que fuese, no cayó demasiado bien entre la gente del común, pues ya sabemos la inquina que se tenía hacia don Manuel en todos los estamentos. En agosto de 1808, ya no había remedio, pero muchos seguían acordándose y le habían “tomado la matrícula” al tal Viguri.
El señor Viguri tenía un esclavo negro, al que maltrató en estas primeras fechas de agosto. Éste se quejó a voz en grito insultando y vilipendiando a su amo. ¡Para qué queremos más! El alboroto atrajo a numerosas personas, y dado que Viguri no era muy querido como acabamos de ver, se formó un tumulto en el que el ex-intendente llevó la peor parte, pues acabó muerto, supongo que porque a alguien se le fue la mano. Acto seguido, algunos, más exaltados que el resto, echaron mano a una soga y amarraron el cuerpo del desdichado, al que arrastraron sin miramientos por las calles de Madrid, siendo jalaeada tan siniestra comitiva por numerosos vecinos. A raíz del hecho, se creó, nadie sabe cómo ni porqué, porque estas cosas no se conocen, un verbo atroz y cargado de mala leche, pues la gente comenzó a denominar “vigurizar” al hecho de asesinar y arrastrar por las calles el cuerpo del asesinado. No sería la primera vez en el transcurso de esta feroz guerra. Sin ir más lejos, el Marqués de Perales fue, a su vez, “vigurizado” unos meses después, acusado (por razones que desconozco) por la muchedumbre de haber ordenado rellenar los cartuchos de munición con arena en lugar de pólvora. Lo peliagudo del momento era que los franceses, con el mismísimo Napoleón a la cabeza, estaban a las puertas de Madrid, con el ánimo de reinstaurar a Pepe Botella en el tambaleante trono español. La gente no estaba para bromas. Y lo de arrastrar por la calle cadáveres de ajusticiados por la ira popular, era una actividad que entretenía, gustaba y lavaba la mala sangre de los implicados.
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